miércoles, 7 de junio de 2017

La vieja hada y el capitán


Madrugada de verano de hace unos años, en la Gran Vía. Un grupo de amigos nos despedíamos después de tomar unas copas. De pronto, una anciana se acercó suavemente a nosotros, una anciana frágil y cálida, sonriendo como una vieja hada de la noche. Quería vendernos un clavel de un ramo menudo que sostenía en la mano. Una imagen semejante a la de muchas noches de cualquier ciudad, la mujer que trata de vender flores. Pero ella no era una más, una de esas jóvenes extranjeras y tímidas. Ella estaba en cambio al borde del final de su vida, y los cleveles que llevaba eran falsos, no reventonas flores de pétalos carnosos y aromáticos, sino horrendos claveles de plástico rojo, absurdamente artificiales junto a su piel arrugada.

 Cada uno de nosotros le dio alguna moneda a cambio de uno de aquellos espantajos. La anciana y su sonrisa se alejaron silenciosamente. Y yo, acobardada por la rara tristeza que provocaba su presencia, no me atreví a preguntarle nada de lo que tanto me hubiera gustado saber: ¿Quién era? ¿Cómo había sido su larga vida? ¿Por qué razón caminaba a las 4 de la mañana por las calles, vendiendo flores de plástico?

Me he acordado de ella hace unos días, al ver en la prensa la foto de Aleksander Pakhutchiy. Es un hombre de rasgos eslavos muy marcados, un hombre de bien, creo. Seguramente, un buen capitán. Pakhutchiy se negó durante nueve días a abandonar el cargueo que comandaba, encallado en la ría de Avilés, a pesar del riesgo de que su ruinoso buque se partiera en dos. Pero ese no era el gesto épico del capitán unido hasta el final a su barco, sino tan sólo el acto tristemente desesperado y prosaico de un hombre al que el armador debe el sueldo de varios meses. Pakhutchiy lleva treinta años en la marina mercante rusa y ha adquirido la suficiente experiencia para alcanzar la máxima graduación. Sin embargo, algún camino fatal acabó llevándolo a bordo de un mercante en ruinas, un buque oxidado e inútil, propiedad de un armador desalmado. Al fracaso.

Al día siguiente de ser por fin rescatado y trasladado a la Casa del Mar de Avilés, en el teatro de esa misma ciudad actuaba el Ballet del Hermitage de San Petersburgo. Oh, sí, todos esos jóvenes de cuerpos impecables, todas esas bailarinas etéreas soñando con un futuro de éxitos y bienestar, como supongo que soñaría el capitán Pakhutchiy cuando embarcó por primera vez a los veinte años, como tal vez soñara la anciana de los claveles en algún momento, cuando quizás era bella y deseada, igual que una flor reventona de pétalos carnosos. Pero ¿quién puede controlar la vida, el irreparable error de ciertos pasos, la persistencia del destino anhelado una vez que el mal viento ha comenzado a soplar?

No sé qué harían mis amigos con los suyos, pero yo coloqué mi horrendo clavel rojo de plástico en una estantería, junto a algunos de mis más queridos libros. A menudo lo miro, y me parece hermosísimo  por todo lo que contiene, todas las ilusiones y las penas que ella, la vieja fracasada de la noche, le confirió.

Ángeles Caso.

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